olvidado deciros, monseñor, que si os dignara dejaros guiar por mí,
sí consintierais en ser el príncipe más
poderoso de la tierra, serviríais los intereses de los muchos amigos
que están dispuestos a sacrificarse por el
triunfo de vuestra causa.
--¿Muchos decís?
--Muchos, sí, y con todo eso más importantes por su poderío
que no por el número.
--Explicaos.
--No puedo; pero os juro ante Dios queme escucha, que me explicaré el
día mismo en que os vea senta-
do en el trono de Francia.
--Pero ¿y mi hermano?
--Seréis vos el árbitro de su suerte. ¿Acaso le compadecéis?
--¡Quién! ¿yo compadecer al queme hace pudrir en un calabozo?
¡Nunca!
--¡Enhorabuena!
--Si él mismo hubiese venido a este calabozo, y, tomándome la
mano, me hubiese dicho: Hermano mío,
Dios nos ha creado para que nos amemos, no para combatirnos. Vengo a vos, hermano
mío. Un perjuicio
bárbaro os condenaba a perecer en la obscuridad, lejos de los hombres,
privado de todos los goces, y yo
quiero que os sentéis junto a mí, y ceñiros la espada de
mi padre ¿Aprovecharéis esta reconciliación para
destruir mi poder o para oprimirme? ¿Haréis uso de esa espada
para derramar mi sangre?... ¡Oh! no, le
hubiera respondido yo; os miro como a mi salvador, y os respetaré como
a rey mío. Me dais mucho más
que no me había dado Dios. Por vos, gozo de la libertad: por vos tengo
el derecho de amar y ser amado en
este mundo.
--¿Y habríais cumplido vuestra palabra, monseñor?
--Sí. Mas, ¿que me decís del admirable parecido que Dios
me ha dado.con mi hermano?
--Que tal parecido encerraba un aviso providencial que el rey debió no
haber despreciado: que vuestra
madre ha cometido un crimen al hacer diferentes en dicha y en fortuna a aquellos
que la naturaleza creara
tan parecidos en su seno, y que el castigo debe reducirse a restablecer el equilibrio.
--¿Lo cual significa?...
--Que si os devuelvo vuestro sitio en el trono de vuestro hermano, vuestro hermano
tomará aquí el vues-
tro.
--¡Ay! ¡se padece mucho en una prisión, sobre todo cuando
se ha bebido con abundancia en la copa de la
vida!
--Vuestra alteza quedará libre de hacer lo que más le plazca;
perdone si bien le parece, una vez haya cas-
tigado.
--Está bien. Y ahora dejad que os diga que no volveré a escucharos
sino fuera de la Bastilla.
--Iba a decir a Vuestra Alteza que sólo me cabría la honra de
veros una vez más.
--¿Cuándo?
--El día que mi príncipe salga de este lúgubre recinto.
--Dios os escuche. ¿De qué manera me avisaréis?
--Vendré por vos.
--¿Vos mismo?
--No salgáis de este aposento sino conmigo, monseñor, y si en
mi ausencia os compelen a ello, recordad
que no será de mi parte.
--¿Luego sobre el particular no debo decir palabra a persona alguna más
que a vos?
--Unicamente a mí, --respondió Aramis inclinándose y asiendo
la mano que le tendió el preso.
--Caballero, --dijo el cautivo afectuosamente. --Si habéis venido para
devolverme el sitio que dios me
había destinado al sol de la fortuna y de la gloria: si, por vuestra
mediación, me es dado vivir en la memoria
de los hombres, y honrar mi estirpe con actos gloriosos o por el bien que haya
hecho a mis pueblos, si, des-
de la tristísima situación en que languidezco, subo a la cumbre
de los honores, sostenido por vuestra gene-
rosa mano, compartiré mi poder y mi gloria con vos, a quien bendigo,
a quien doy de todo corazón las gra-
cias. Y aun quedaréis poco pagado; siempre será incompleta vuestra
parte, porque nunca conseguiré com-
partir con vos toda la dicha que me habéis proporcionado.
--Monseñor, --dijo Aramis, conmovido ante la palidez y el arranque del
preso, --la nobleza de vuestra
alma me colma de gozo y de admiración. No os toca a vos darme las gracias,
sino a los pueblos de los cua-
les labraréis la dicha, a vuestros descendientes, a quienes haréis
ilustres. Es verdad, monseñor, me deberéis
más que la vida, pues os habré dado la inmortalidad.
El cautivo tendió la mano al Aramis, y al ver que éste se la besaba
de rodillas, lanzó una exclamación de
seductiva modestia.
--Es el primer homenaje prestado a nuestro futuro rey, --dijo el prelado. --Cuando
vuelva a veros, os
diré: Buenos días, Sire.
--Hasta aquel mo mento no más ilusiones, no más luchas, porque
mi vida se quebrantaría, --exclamó el
joven llevándose al pecho sus blancos y flacos dedos. --¡Oh! ¡qué
pequeño es este calabozo, qué baja esa
ventana, qué estrechas esas puertas! ¿Cómo puede haber